Me eduqué primero en mi ciudad natal y
luego en el Colegio Nacional Junín de
Sucre, donde concluí mis estudios secundarios. Desde joven, sentí una
inclinación natural por el estudio, por los libros, por el análisis riguroso de
los hechos. A los 22 años me establecí en Chile,
país donde viví la mayor parte de mi vida, aunque nunca dejé de pensar —ni un
solo día— en mi Bolivia.
Estudié Filosofía y Derecho, aunque nunca ejercí como abogado. Mi vocación
fue otra: el conocimiento, la historia, los libros. En 1864, obtuve una cátedra
en el Instituto Nacional de Chile, y
más tarde fui nombrado director de su
Biblioteca. Allí comenzó una de las tareas que marcaría mi vida: elaborar catálogos bibliográficos con
comentarios tan detallados que muchos los consideran verdaderos ensayos,
biografías o estudios históricos.
Aunque vivía lejos, Bolivia fue siempre mi norte intelectual. Mi primera publicación
importante fue un estudio sobre los poetas bolivianos. Regresé a mi país en
1871 y en 1874, y aproveché esos viajes para recorrer archivos, buscar
documentos, copiar, anotar, preservar. Mucho de lo que hoy compone la Biblioteca Nacional de Bolivia y el Archivo Nacional se originó en ese afán
mío de no dejar que se pierdan nuestras huellas.
Mi obra más ambiciosa fue la Biblioteca boliviana, una recopilación
de más de 3.000 piezas, todas
comentadas. A ella sumé también la Biblioteca
peruana, y estudios sobre los archivos de Mojos y Chiquitos. Creí firmemente que sin documentación no hay
historia seria. Mi intención fue siempre aportar al desarrollo de una historia
boliviana rigurosa, científica, sin adornos.
También incursioné en la diplomacia. En 1863, colaboré con Tomás Frías en la misión boliviana en
Chile, y más tarde, durante la Guerra del Pacífico, acepté un encargo delicado:
llevar una carta del gobierno chileno al presidente Hilarión Daza con una propuesta que buscaba evitar el conflicto.
Fui acusado de traición por ello, pero el tiempo —y la justicia— probaron mi
inocencia. No buscaba traicionar a Bolivia, sino evitarle una guerra
devastadora.
Tras ese episodio amargo, regresé a
Chile. Allí continué mi trabajo con serenidad, entregado a mis estudios, a mis ensayos literarios, a mis críticas, a
mis semblanzas. Publiqué textos como Elementos
de literatura preceptiva, y retratos de figuras como Nicomedes Antelo y José R.
Muñoz Cabrera.
Fui un hombre solitario, sí. Pero nunca
fui indiferente. Mi pasión fue siempre la memoria, la letra, la verdad escrita.
Morí en Valparaíso en 1908. Mis
restos fueron trasladados a Santa Cruz
en 1920. Allí descansan ahora, como debía ser, en la tierra que me vio nacer y
que tanto me inspiró.
Es muy entretenido
ReplyDelete