Nací un día cualquiera de noviembre de
1781, en San Lorenzo —hoy Santa Cruz de la Sierra—, cuando aún resonaban en
América los ecos de la conquista. Vengo de una familia española de largo
apellido, pero pronto descubrí que los linajes, por largos que sean, no bastan
para comprender la naturaleza humana. Abandoné mi tierra siendo joven, no por
desamor, sino porque prefería buscar almas antes que raíces.
Mi vida fue más celebrada en Sucre y,
sobre todo, en La Paz, donde dejé algunos rastros de mi paso como filósofo sin
tratado, maestro sin dogma, magistrado sin servilismo y político sin ambición.
No escribí sobre filosofía, pero viví como un filósofo. O mejor dicho, como un
cínico. No en el sentido vulgar del término, sino como el viejo Diógenes: sin
temor a la verdad, sin reverencias a la hipocresía, sin gusto por el poder. Me
llamaron “el Diógenes boliviano”. Yo me limité a aceptar el apodo con una
sonrisa y una lámpara apagada.
No soportaba la corrupción ni la doble
moral. Prefería burlarme de los poderosos antes que adularlos. Si me quedaban
enemigos por eso, me quedaban limpios los bolsillos, y eso ya era suficiente.
Encontré la paz —la única paz verdadera—
en la naturaleza. Entre plantas y raíces medicinales, descubrí más sabiduría
que en los parlamentos. La flora boliviana me enseñó lo que la política no
pudo: que todo tiene su remedio, menos la estupidez pretenciosa.
Escribí la Materia Médica de Bolivia, compendio útil de lo que nos regala la
tierra. Trabajé también en una obra perdida, La flora boliviana, y no me entristece su desaparición: lo
importante no es la fama del autor, sino el fruto que deja.
Fallecí en La Paz en 1864, cargado de años,
dolores y recuerdos. Pero no me quejo: la vida no debe ser cómoda, sino digna.
Y la mía lo fue.
Ta interesante la biografía de este tipo 🙂
ReplyDeleteBiografía muy relevante 👍
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