JOSE PEREDO ANTELO


 

Nací en Santa Cruz de la Sierra en el año de 1871, en una tierra que aún guardaba silencios coloniales y latidos de grandeza por venir. Provenía de familias tradicionales, sí, pero lejos de acomodarme a sus rutinas, me inquietaba aquello que no se decía, lo que no se pensaba con libertad. No me era suficiente ser hijo de una estirpe: yo quería ser hijo del pensamiento, del examen, del juicio personal.

Mis primeros estudios transcurrieron sin sobresaltos, pero fue en Sucre, ya mayor, donde hallé verdaderamente mi voz. Allí me inicié como profesor interino de filosofía y literatura, y a la par que enseñaba, bebía con sed de los libros, de los debates, de las ideas. Presenté mi tesis Estudios Psicológicos ante un tribunal que no esperaba encontrar en mí más que un eco, y en cambio escuchó una disonancia: defendí la psicología como ciencia autónoma, reclamé el derecho de la introspección a ser método legítimo, y al mismo tiempo abrí las puertas al experimento, al dato empírico, a la carne viva del pensamiento humano.

Aquella tesis causó revuelo. Primero me calificaron con una nota mediocre. Pero el escándalo que provocó el juicio injusto, la reacción del auditorio —jóvenes como yo, ávidos de verdad—, obligó a los jueces a rectificar. Me dieron la puntuación máxima. Más que un triunfo personal, fue la prueba de que la razón puede hacer temblar incluso los muros más viejos.

Ya de vuelta en mi ciudad natal, encontré mi otra trinchera: la palabra impresa. Bajo el seudónimo de Erlando, escribí en el periódico El País, defendiendo una democracia con raíces y no de cartón, una libertad pensante y no de consigna. No fui amigo del socialismo importado a la fuerza, ni tampoco cómplice del feudalismo que se disfrazaba de tradición. Fui, si algo, defensor del alma cruceña: libre, alegre, reflexiva, y sí, también musical.

Me acusaron de que en Santa Cruz bailábamos demasiado. Yo respondí que los pueblos que cantan y bailan son los que aún no se han resignado. Porque mientras haya música, aún hay esperanza. Tocaba el violín por las noches, como quien conversa con sus pensamientos más íntimos.

Defendí causas que otros preferían ignorar: como la denuncia de los traficantes de carne humana que enviaban a nuestros hermanos al infierno gomero del Beni. Fui también jurista y sociólogo, pero por sobre todo, fui un buscador de verdad.

Y ahora, que mis ideas vagan por los rincones polvorientos de bibliotecas y los recuerdos dispersos de algunos lectores fieles, me atrevo a preguntar…


¿Charlamos un rato?

Romiari reta/ Parlasiñani/ Parlakuy

Comments

  1. Me gusto que cuando lo acusaron de bailar demasiado se resigno a dejar de bailar y dando unas palabras indpiradoras

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