Nací en los valles de Vallegrande, aquel
24 de septiembre de 1827, entre colinas serenas y pensamientos que parecían
soplados por el viento mismo. Fui hijo de un jurista —don Pedro Paniagua de
Loayza—, un hombre que me enseñó que la ley podía ser más que castigo: podía
ser justicia. Mi madre, doña María Carmen Rosado, fue el alma tierna que templó
mi carácter con dulzura y firmeza.
Muy pronto supe que mi vocación no estaba
sólo en los códigos ni en los estrados, sino también en las ideas. Estudié en
Vallegrande, luego en Santa Cruz, y finalmente en Cochabamba, donde me gradué
de abogado en 1852 en la Universidad Mayor de San Simón. Pero, más allá de los
títulos, lo que siempre me movió fue la pasión por entender el mundo, por
explicarlo, por enseñar a otros a cuestionar.
Me entregué a la docencia con alma
entera. Fui profesor en el Colegio Bolívar y en la Facultad de Derecho, y desde
allí fui llamado a participar en una de las páginas más intensas de mi vida: el
movimiento constitucionalista de 1865. Junto a jóvenes valientes y lúcidos
—como los hermanos Galindo y Miguel Aguirre—, tomamos las armas para devolverle
dignidad a la patria frente a la tiranía de Melgarejo.
Fuimos derrotados en La Cantería. A mí me
capturaron. Me ordenaron arrodillarme para morir… y me negué. Dije entonces,
como lo dije con toda la verdad de mis entrañas: "De rodillas mueren los esclavos; yo quiero morir de pie."
Y por alguna extraña sacudida de humanidad, Melgarejo me perdonó. No fue
cobardía lo que me salvó, sino la dignidad.
Viví después entre libros, ideas, y
aulas. Fui subprefecto de Vallegrande, juez en 1879, y luego profesor en Santa
Cruz, en el Colegio Nacional —que con el tiempo llevaría el nombre de Florida—,
y en la Universidad Cruceña. No sólo enseñé, también escribí. En El Heraldo, en La Estrella del Oriente, en La
Abeja… mis ideas se fueron regando en columnas de papel.
Fui amante del latín y estudioso de la
razón natural. Escribí La razón universal
de la naturaleza, Estudios sobre el
ser y no ser, La filosofía alemana…
no por vanidad, sino por la íntima necesidad de buscar el porqué de todo. Me
casé con Zenaida Vidal y juntos criamos a Antonio Manuel y Enriqueta, mis dos
estrellas en la tierra.
Viví con humildad, pero con intensidad. Y
si algo agradezco a la vida, es haber sido parte de esa estirpe de maestros
que, como decía Julio Gutiérrez, caminaban entre libros y recibían del pueblo
no medallas, sino respeto.
Ahora que todo ha quedado en letras y
memorias, me atrevo a preguntarte a ti, lector o lectora de estos tiempos…
Manuel Antonio Paniagua nos deja un legado de pensamiento y dignidad. Su vida, marcada por la docencia y la defensa de la justicia, sigue inspirando a cuestionar, aprender y actuar con integridad.
ReplyDeleteQue linda información 👌
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