Corría diciembre de 1942, la guerra
hacía temblar el mundo, y nuestro gobierno, el del general Peñaranda, se había
arrodillado ante Patiño y los gringos e ingleses, prometiendo estaño barato
para sus ejércitos. Un pacto hecho a costa de nuestra sangre, de nuestro sudor
mal pagado, de nuestras vidas que no llegaban a los cuarenta años bajo la
tierra.
En septiembre de ese año, la rabia
creció entre nosotros, los mineros. Nuestro único sindicato legal, el de
Oficios Varios de Cataví, elevó un pedido simple, justo: aumento de nuestros
miserables salarios y precios justos en las pulperías, esas tiendas que eran
del mismo dueño de la mina.
Era una verdad que dolía: mientras la
empresa se llenaba los bolsillos con el precio del estaño por las nubes,
nosotros vivíamos en la miseria. Pero Simón Patiño, ni siquiera nos escuchó. Al
contrario, le pidió al gobierno títere que nos reprimiera con dureza por
atrevernos a pedir lo justo.
El 21 de diciembre, la bronca explotó.
Ocho mil almas, mineros, palliris, niños, avanzamos contra la gerencia,
exigiendo lo que nos correspondía. Yo iba al frente, levantando con orgullo
nuestra bandera boliviana, haciéndola danzar en el aire helado de la mina.
Entonces, las ametralladoras del
ejército, esas que pagaba el patrón, escupieron fuego contra nosotros. Las
primeras balas me alcanzaron, destrozando mi cuerpo de anciana palliri. La
masacre fue terrible, decenas de compañeros cayeron, niños, mujeres... la
sangre tiñó la tierra.
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