Me llamaron Pablo Zárate al nacer, en mi
tierra natal de Imill-imilla, allá por el año 1850. Pero fue el nombre Willka
el que cargué como lanza y escudo, como herencia y destino. Significa “hijo del
sol” en nuestra lengua aymara, y desde joven supe que mi vida estaría marcada
por la lucha y la dignidad.
Trabajé la tierra desde niño, como tantos
otros. Vi a mi gente agachar la cabeza ante el hacendado, entregar su sudor por
migajas, callar su lengua ancestral por miedo a castigos. Pero yo no podía
resignarme. Algo ardía dentro, una voz que decía: “¡Levántate, hijo del sol, y guía a los tuyos!”.
En 1899, la guerra entre liberales y
conservadores me dio una oportunidad. Me alié con los federales de Pando, no
por fe en ellos, sino por una táctica: sabía que ese margen me permitiría
organizar a los nuestros. Lo hice. Levantamos comunidades, formamos un ejército
indígena, recuperamos tierras, soñamos incluso con un gobierno nuestro, donde
el aymara y el quechua no fueran solo “indios” sino ciudadanos plenos.
Pero el poder no tolera que los que
siempre han obedecido comiencen a dar órdenes. Cuando vieron que los indígenas
ya no servían solo como tropa, sino que pensaban en su propio destino, nos
traicionaron. Nos persiguieron. Me apresaron. En prisión sufrí humillaciones
sin cuento. Y en 1903, apagaron mi cuerpo… pero no mi voz.
Hoy, siglos después, me pregunto:
¿Hasta cuándo serán necesarias tantas
muertes para que el indígena sea respetado como ser humano?
¿Y qué están haciendo ustedes para no
olvidar esta historia escrita con sangre y esperanza?
Romiari reta/ Parlasiñani/ Parlakuy
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