Nací el 29 de junio de 1906, en Coripata, allá en los Yungas de La Paz, donde la tierra es negra y fértil, como nosotros, los afrobolivianos. Crecí entre cafetales, con el ritmo del tambor en el pecho y el trabajo duro en las manos. No imaginaba entonces que la historia me llevaría al desierto.
Me enlisté en el ejército en 1929,
buscando un futuro, y sin saber que ese camino me conduciría a la Guerra del
Chaco. En 1932, me tocó marchar hacia ese infierno seco, donde el sol rajaba la
piel y el agua era más valiosa que el oro. Peleé en Aliwatá, en el Kilómetro 7,
entre espinas, polvo y compañeros que caían sin poder despedirse.
El 17 de diciembre de 1933, me capturaron
en Campo Vía. Prisionero de guerra... 36 meses en tierra ajena, sin saber si
volvería. Pero resistí, como tantos otros. Con el cuerpo cansado y el alma
firme.
Volví en 1937. Me condecoraron con la
Orden al Mérito Militar. Más adelante, el Congreso me otorgó el Cóndor de los
Andes, y La Paz me erigió un monumento. Me sentí honrado, sí, pero también
dolido. Porque mientras algunos éramos recordados, muchos hermanos
afrobolivianos que también lucharon quedaron en el olvido. Volvimos de la
guerra para ser otra vez cargadores, peones, invisibles.
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