Nací en Cochabamba, en el año 1900.
Aunque mi nombre completo era Raúl González Prada, preferí simplificarlo, ser
conocido simplemente como Raúl G. Prada. Mi primer contacto con el arte fue en
mi propia ciudad, de la mano de un maestro notable: Avelino Nogales. Él había
viajado lejos, a Argentina y Francia, para beber de las fuentes del arte, y
regresó a Cochabamba justo el año de mi nacimiento, dedicando su vida a crear y
a enseñar. Es muy probable que durante mis años de formación coincidiera con
otro gran artista cochabambino, Cecilio Guzmán Rojas, quien también fue alumno
de Nogales, aunque un poco después que yo.
A lo largo de mi vida, mi pasión se
centró en el paisaje, el retrato y, quizás lo más importante, en guiar a las
nuevas generaciones de artistas.
Mi pincel siempre buscó la figuración
realista. El Impresionismo me influyó, no tanto en la técnica de pincelada
suelta para sugerir efectos, sino en esa necesidad de trabajar al aire libre,
de capturar la vibración del color de manera brillante y expresiva. Me
obsesionaba la luminosidad del cielo y del paisaje, tan particular de nuestros
valles altos y nuestras montañas bolivianas. Quizás fui para la pintura
boliviana lo que mi coterráneo y contemporáneo Rodolfo Torrico Zamudio fue para
la fotografía: un contemplador de la naturaleza y de las figuras humanas que la
habitan. Me atraían los contraluces, los reflejos danzantes en el agua de ríos
y lagunas, esa iluminación contrastada y rasante de los amaneceres y
atardeceres que bañan nuestros valles, o la pureza diáfana del aire en las
alturas. Sentía una predilección especial por la vegetación como protagonista
del paisaje, especialmente esos árboles majestuosos que pueblan nuestra tierra.
Viajé mucho, por Bolivia y más allá,
llenando cuadernos de apuntes y lienzos con paisajes rurales y urbanos, y
también retratando a seres queridos y a quienes me hacían encargos. En mi obra
se pueden encontrar ecos temáticos, formales y estilísticos de otros artistas
contemporáneos que compartían una sensibilidad similar, como Karl Dreyer,
Víctor Chvatal, Mario Yllanes, Manuel Fuentes Lira, Gil Coímbra, Mario Unzueta,
el propio Cecilio Guzmán de Rojas, David Crespo Gastelú, Teófilo Loayza y
otros.
Mi paisaje buscaba ser una descripción
rigurosa y fiel de lo que veía. Pero también me atrajeron las escenas
costumbristas, las fiestas tradicionales de nuestros pueblos, donde se podía
apreciar esa mezcla de la fuerza del indigenismo y la elegancia del Art Deco,
tan característicos de las décadas de 1930 y 1940 en Bolivia y en toda
Sudamérica.
Mi itinerario me llevó a plasmar en mis
telas los valles y pueblos de Cochabamba, la inmensidad del altiplano, la
serenidad del lago Titicaca, la exuberancia de los valles yungas de la región y
la vibrante ciudad de La Paz. También pinté lugares lejanos como Puno, Cusco y
la majestuosidad de Machu Picchu, así como las vastas llanuras de nuestro
oriente. Un momento particularmente intenso fue mi invitación del Gobierno en
1934 para acompañar al ejército boliviano durante la Guerra del Chaco. De esa
experiencia conservo dibujos de una calidad y un dramatismo extraordinarios de
los combatientes de ambos bandos, así como acuarelas que capturan la inmensidad
del paisaje chaqueño y la atmósfera dramática de su bosque bajo y seco.
Pero quizás mi legado más importante
para Bolivia fue mi papel como formador de artistas. Fui uno de los principales
impulsores de la creación de la Escuela de Artes Plásticas de Cochabamba en
1948, y tuve el honor de dirigirla durante treinta años, desde su fundación. Hoy,
esa escuela lleva mi nombre como un homenaje que me llena de orgullo. En gran
parte se me debe el establecimiento de lo que hoy se conoce como la
"Escuela cochabambina" de pintura y de paisaje, una tradición que
floreció gracias al talento de muchos artistas notables que pasaron por mis
aulas, como Fernando Rodríguez Casas y Gonzalo Rivero, entre tantos otros. Mi
mayor satisfacción fue ver florecer el arte en mi tierra, a través de las manos
de las nuevas generaciones.
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