Nací en La Paz, en 1926, en una Bolivia que todavía se debate entre silencios coloniales y el despertar de nuevas preguntas. Desde joven supe que lo mío era el pensar, no por evasión, sino porque sentía que detrás de cada palabra había un mundo que necesitaba ser desentrañado. Estudié filosofía y letras en la Universidad Mayor de San Andrés, y ese fue apenas el inicio de un viaje que me llevaría a Bonn, a Colonia, y sobre todo, a mí mismo.
Mi tesis doctoral giró en torno a la ética de Max Scheler , y Alemania me enseñó algo más que teorías: me mostró la profundidad del lenguaje, el rigor del pensamiento y la vastedad de la duda. Nunca quise que la filosofía se convierta en un monumento intocable; siempre quise que fuese una herramienta para vivir con más conciencia, incluso si eso significaba vivir con más incertidumbre.
Regresé a Bolivia para enseñar, y lo hice durante más de treinta años. En las aulas no encontré solo estudiantes, sino interlocutores. Fundé, junto con otros, la Academia Nacional de Ciencias de Bolivia , y también fui parte de la Academia Boliviana de la Lengua . Para mí, el lenguaje y el pensamiento son hermanos inseparables. Escribí poco, como dijo Valentín Abecia, quizás porque sentía que aún no estaba dicho lo esencial. Pero cuando escribí, lo hice con la voz temblorosa del que no busca imponer certezas, sino abrir caminos.
Mis libros —sobre lógica, psicología, historia de la filosofía y, especialmente, sobre Heidegger— nacen de esa inquietud. En mi obra más reciente, Diálogo con Heidegger , no busco respuestas, busco preguntas que nos devuelvan el asombro. Porque el Ser no es una cosa que se encierra en definiciones; Es una herida abierta que nos llama a pensar, una y otra vez.
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