Nací en Challapata, Oruro, alrededor del año 1980, en el corazón de los Andes, entre mujeres tejedoras, montañas sabias y silencios que decían más que las palabras. Soy quechua, lesbiana, boliviana. Y aunque eso es simple, cada una de esas identidades me exigió un proceso profundo de lucha, dolor y transformación.
Cuando tenía dieciséis años, le dije a mi familia que era lesbiana. Lo dije con el corazón temblando y los ojos firmes. Pero no hubo abrazos ni alivio. Me encontré con miradas que preferían que callara, con palabras que querían corregirme. Allí supe que el silencio no era neutral: era una forma de desaparecer.
Poco tiempo después, nos mudamos a Santa Cruz. Era una ciudad más grande, más movida… pero también más dura. Allí no solo era “la diferente” por amar a otras mujeres, también lo era por mi rostro, mi acento, mi historia indígena. Aprendí pronto que la discriminación no viene en una sola forma, sino que se entrelaza, se acumula, se reproduce.
Pero también aprendí algo más: que en medio de tanto rechazo, había fuerza. Que al asumir mi identidad, no me estaba alejando de la comunidad, sino construyendo otra, más libre, más consciente, más amorosa. Por eso, en 2008, fundamos junto a otras valientes la Red de Mujeres Lesbianas y Bisexuales de Bolivia . Queríamos dejar de ser fantasmas en los censos, en las políticas, en las calles de nuestras comunidades. Queríamos aparecer con voz, con rostro, con causa.
Ser lesbiana, ser indígena, ser activista no es una moda ni un accidente. Es un acto político. Cada vez que una de nosotras se nombra y se planta, algo se rompe en el sistema que nos quiso calladas. Por eso sigo, seguimos. Porque no queremos más niñas escondidas, ni mujeres con miedo, ni cuerpos borrados.
Romiari reta/ Parlasiñani/ Parlakuy
Lo veo interesante el hecho de que ella fuese quechua y lesbiana, en la parte que a pesar de los abveraidades siguió adelante
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