Me llamo Vicenta Juaristi Eguino. Nací en
La Paz, un 2 de abril de 1780, bajo el cielo frío y rebelde de los Andes. Mi
madre murió al traerme al mundo, y desde entonces su ausencia fue una sombra y
una fuerza. Mi padre me dio educación y mi medio hermano Pedro me abrió los
ojos a la luz de la Ilustración: ideas nuevas, peligrosas, poderosas.
Crecí entre tertulias, herencias y
decisiones difíciles. Me casé joven, enviudé pronto, y me volví a casar. Mi
segundo esposo, Mariano de Ayoroa, defendía la corona. Yo, en cambio, soñaba
con libertad. Tres meses después de casarnos, nos separamos. A pesar de todo,
él me salvó la vida cuando me enfrenté al poder colonial. Nunca dejamos de
hablarnos.
Puse mi fortuna y mi casa al servicio de
la causa. Mi sala de estar fue cuartel; mi bodega, fábrica de municiones; mis
fiestas, conspiraciones. Recuerdo la noche del 29 de junio de 1809:
celebrábamos el cumpleaños de mi hermano, pero en realidad preparábamos la
revolución. El 16 de julio se alzó La Paz… y con ella, mi alma.
Fui arrestada, me quitaron propiedades,
pagué fortunas en multas. Me desterraron y soborné para quedarme. Amé y perdí,
resistí y callé. En 1817 me cortaron el cabello en público por mostrar con
orgullo mi fidelidad a la patria. Desde entonces, preferí el silencio. Pero no
dejé de luchar.
Viví lo suficiente para entregar, en
1825, la llave de oro de La Paz al libertador Simón Bolívar. Fue un gesto
simbólico, pero lleno de verdad. Sin embargo, no soy un mito perfecto. También
fui parte de una élite que mantuvo en servidumbre a decenas de familias
indígenas, incluso después de la independencia.
Morí en 1857, con 72 años, sabiendo que
la historia no es blanca ni negra, sino un tejido de contradicciones. Pero si
me recuerdan como símbolo de lucha, que también me recuerden como humana,
compleja, hecha de pasiones, errores y sueños.
Romiari reta/ Parlasiñani/ Parlakuy
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